Travesía en la Ciénaga Grande de Santa Marta

Siempre fui un hombre anfibio. Gracias a las muchas travesías que solían hacer mis padres quincenalmente por la extensa Ciénaga Grande de Santa Marta, me hice uno con aquella planicie acuática de cuatrocientos cincuenta y seis kilómetros cuadrados. Sesenta y cinco años después, una tarde tormentosa de martes trece, la travesía de Puerto Caimán a Puerto Ancho, me borraría de la faz de la tierra.

Zarpábamos cada sábado desde Nueva Venecia (El Morro), un pueblo palafítico del municipio de Sitio Nuevo (Magdalena) transportando inmensas cargas de astillas de mangle rojo y seco, que mi padre talaba durante diez días de trabajo en el patio de nuestro humilde hogar ubicado en los manglares del complejo lagunar Pajarales.

Durante la última semana, en un costado del patio se estibaba lo producido y en Puerto Nuevo, Ciénaga, se comercializaban de a cinco astillas por el valor de un centavo. Casi siempre lo transportamos en el “Navegante”: Un bongo grande, construido en ceiba roja, carreto, abarco y trupillo. 

El único patrimonio de nuestra extensa familia, era un bongo extensísimo. En la popa, era guiado por un rústico timón de carreto y era movilizado con una palanca y dos velas grandes de lona. La tripulación la conformaban mis cansados y viejos padres y un hombre robusto, chamuscado por este sol de Caribe eterno, a quien por alguna razón que nunca conocí, le decíamos “el burro”.

La tarde del sábado de travesía, con la tripulación de costumbre, salíamos de El Morro rumbo a la Isla de Blanco. Una vez empezaba a soplar la brisa, abríamos las velas y empezábamos a navegar la Ciénaga de Machete. Atravesando el boquerón de Las Salinas, caíamos a la Ciénaga del Placer, donde está ubicado Buena Vista. En esa tarde recorríamos los negocios y cobrábamos los viajes pasados. La mañana siguiente salíamos por Caño Crande a Ciénaga Grande, para hacer la travesía hacia Bocas de Aracataca.

Desde que el sol estallaba por dentro del coposo manglar, se recogía una carga leña extra. Por la noche se abrían nuevamente las velas, rumbo a nuestro destino final, en Puerto Nuevo.

Mi madre gestante, se había indispuesto desde la tarde anterior. En las semanas finales del embarazo del último de sus diecisiete hijos, aumentaron los dolores en su abultado vientre. Aquella noche de luna nueva, mi padre hizo las veces de comadrón durante el trabajo de parto. Abrí los ojos a este mundo, un 19 de marzo y en honor al día de mi santo, así fue mi nombre, José Asunción de la de la Santísima Trinidad de todos los Santos.

Como buen católico, recibí mis sacramentos durante treinta años en la ermita Nuestra Señora del Monte Carmelo. Recuerdo cuando las fiestas patronales del 16 de julio, día de la virgen del Carmen, eran amenizadas por cumbiambas, bandas de papayeras, y en los lugares mas remotos, podia sentirse el sonido de un baile negro. 

En la plaza pública había ruletas y un estruendo de fuegos artificiales y pirotécnicos. Dos horas más tarde a mi nacimiento, mi padre continuó el recorrido y siguió nombrando los sitios de la travesía por la costa oriental de la Ciénaga Grande: Congo, Guapo, López, Río Sevillas, Burro, Chino, Boquerones, Punta de Cerro, el Caño de Ciénaga y por último continente, Puerto Nuevo. 

Crecí navegando la Ciénaga Grande. De muy niño, me acostaba bocabajo, sobre la gran troja de palmiche y mangle amarillo, a contemplar la llegada de la brisa veneciana. Con ella, se avistaba la llegada de cientos de canoas donde solían desplazarse los pescadores con sus atarrayas y sus grande velas de lonas abiertas.

A los doce años, comencé a ayudar a mis padres en el oficio de la pesca. Todo lo producido era para el sustento diario. Desde muy joven aprendí a lanzar la atarraya. Pescaba generalmente en caños pequeños y ocasionalmente en la Ciénaga Grande de Santa Marta.

A las dos de la mañana de cada día, los corrales de pesca salían a sus faenas y regresaban al pueblo todas las tardes  cuando la penumbra amenazaba con dejar el horizonte a oscuras. 

Recuerdo que durante los días de faenas, las canoas eran perseguidas por bandadas de aves. Para realizar la cacería diurna, se utilizaba un palo de 50 centímetros, cien metros de hilo negro sujetó en un extremo, y en el otro extremo un flotador que recorría la ciénaga durante el día. 

La atracción principal del día, eran los cardúmenes de “chivo mozo''. Las brisas soplaban fuertes y frescas antes del medio día, atrayendo así el olor característico del mangle verde. 

De un día para otro la demanda de leña creció, por lo que mi padre tuvo que ampliar el patio. Yo empecé a crecer y unos años más tarde me integré al grupo de leñadores.

Espera la siguiente entrega de esta historia la próxima semana.

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