Así es ser madre y profesora en la Guajira rural

El día en que recibió la noticia, Ana María Uriana se encontraba impartiendo clase de desarrollo wayúu a los veinte niños de la jornada de la tarde en la única escuela pública que existe en el asentamiento indígena de Koloyusú. Era un día veraniego como lo habían sido todos los días desde hace cuatro años en el árido desierto de la media Guajira. La novedad: El Ministerio de Educación le había compensado la década que dedicó a la enseñanza nombrándola docente en el departamento y en su comunidad.

El colegio, está situado junto a uno de los laterales del pozo abandonado y los paneles solares averiados que lo hacían funcionar. En los alrededores parece organizarse el rebaño de chivos y cabras que sirven de sustento económico para una tercera parte de la población.

Dos salones, un comedor y una cocina, conforman la estructura educativa donde estudian alumnos de la escuela inicial (un nivel después del jardín de infantes) y la escuela primaria. Los alumnos de secundaria deben asistir a escuelas que están afuera de la comunidad, en las que docentes indígenas y alijunas imparten clases en las que entrelazan los conocimientos ancestrales y la formación tradicional de las escuelas colombianas. Según Ana María, aunque hay 40 alumnos inscritos en total en la escuela inicial y primaria, diariamente asisten a clase entre 15 y 30.

Desde 2003, Uriana se dedicó tiempo completo a la docencia. Previamente había recibido estudios en instituciones de paso, mientras alternaba con el cuidado y la crianza de sus dos hijos. “Un indígena que se va a estudiar su carrera respalda a su comunidad”, afirma. En localidades tan remotas como esta, los profesores no suelen ser miembros de la propia comunidad, sino que son destinados por las autoridades educativas durante un cierto número de años, en períodos determinados, por medio de un concurso público y de acuerdo con su currículum. Además, sus clases las imparten en zonas medianamente accesibles integrando en un mismo grupo a niños y niñas de distintas castas.

En efecto, todos los sectores de la comunidad insisten en la importancia de que las nuevas generaciones puedan continuar sus estudios más allá de las planicies de suelo rojo que a menudo se impone en el desierto. Con este objetivo en mente, Ana María Uriana impulsó en su comunidad la educación intercultural bilingüe, que aspira a conjugar aspectos de la tradición de su casta (principalmente el idioma) con los conocimientos necesarios para progresar en la estructura educativa colombiana.

Una ronda de preguntas entre los menores de la comunidad basta para comprobar que sus expectativas, al menos en el mediano plazo, van más allá del pastoreo. Varios quieren emular a estrellas del fútbol, como Luis Díaz o Radamel Falcao; otros se inclinan por vocaciones que les llevarían lejos de este rincón del continente americano. Muchos quieren ser abogados, ingenieros y doctores. La lucha de sus mayores por la tierra y la escasez de agua ha calado en sus corazones.

Ana expresa que la educación indígena es un privilegio de vida para los docentes, “gracias a ella podemos contemplar la magia del aprender las cosmovisiones indígenas”, sostiene. Con respecto a las lenguas originarias de los pueblos indígenas, considera que deben permanecer porque son una forma de expresar el pensamiento y los valores. “Los grupos indígenas tienen una forma de aprender y conquistar el mundo, su forma de pensar y de ver la vida está basada en valores, en tradiciones, en cultura, y quizás la mayor muestra es la lingüística y las artesanías”, enfatiza.

Para los niños de la comunidad, la profe Ana es un ser especial. Ella les merece toda la admiración por el papel fundamental que desempeña en su formación y en la permanencia de la cultura y cosmogonía indígena en el territorio. 

 
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