Champeta bajo sospecha

La lucha histórica de activistas y gestores culturales como Rafael Castellón de la Fundación Roztro y artistas como Viviano Torres, quien dirige la Asociación Cultural de Artistas de la Música de Champeta (Asocmusichampeta), ha dado como resultado que hoy 13 de agosto, se celebre el día nacional de un sonido que resuena en Cartagena desde hace más 30 años. 


La champeta no es solo un género musical. Sus más férreos defensores y promotores la entienden como una expresión de vida que articula diversos elementos de la cultura cartagenera. 

Originaria de San Basilio de Palenque, el primer pueblo libre de América, esta música se introdujo durante la primera parte de la década de los 80 a través de artistas como Justo Valdes y la agrupación Son Palenque. En sus inicios, tambores, cánticos y danzas tradicionales evocaban la cultura africana que parece haber quedado suspendida en el tiempo en esta particular población de la región norte de Colombia.

Rey de Rocha, Charles King, Louis Tower, Elio boom, El Sayayín, El Afinaito, Mr Black, Anne Swing, la lista es monumental. Todos y cada uno de ellos, han sido vitales para que, aquel ritmo conocido en sus inicios como “música terapia”, porque hacía olvidar la pobreza, la marginación y el hambre de las comunidades, hoy goce de una popularidad significativa.

Nada mal para un género que ha sido estigmatizado durante décadas por las elites locales y considerado como peligroso para los cuerpos de policía. 

En Cartagena, todo lo que se asocie con las comunidades étnicas y los cuerpos racializados ha estado bajo sospecha. En palabras del filósofo y fotógrafo cartagenero, Rafael Bossio, las narrativas de los medios de comunicación y las personas que han ostentado el poder en la ciudad han configurado un imaginario en el que hay vidas más importantes que otras. “Las vidas de las personas racializadas que habitan los barrios periféricos han sido relegadas a una posición inferior, lo que es altamente peligroso, pues cualquiera puede venir y matarte y no pasa nada”.

Para el historiador Orlando de Avila Pertuz, todo esto no es coincidencia “hay un patrón histórico de segregación social y espacial que profundiza las desigualdades de las comunidades racializadas”.   

Cartagena: la necrópolis

La champeta no escapa a estos fenómenos devenidos del racismo estructural. El prohibicionismo que desde hace años ha intentado imponerse sobre los escenarios donde esta música se desarrolla, habla de una idea que se ha amplificado desde los medios de comunicación, y que ha sido adoptada por los gobiernos distritales y sus políticas públicas: “la champeta es sinónimo de violencia”. El artículo “Picós: estruendo, alcohol y violencia” publicado por el diario El Universal es solo una muestra de ello.  

Hace poco, William Dau Chamat, alcalde de Cartagena, decretó un horario que regulaba a establecimientos comerciales y bailes de picó. Él, al igual que otros gobernantes en el pasado, entiende que estos son los responsables de las aterradoras cifras de criminalidad de la ciudad. Para dimensionar lo que ocurre hoy en Cartagena, solo en los primeros 26 días del 2022, hubieron 27 asesinatos. 

Esa relación entre violencia, champeta y barrios racializados, agenciada desde hace décadas por élites y medios de comunicación, ha dejado consecuencias lamentables para una ciudad que se desangra en todos sus frentes.

En 2017 la Beca Gabo premió a la periodista uruguaya Ana Pais, quien escribió un reportaje titulado "La champeta es un grito de guerra". En el articulo se evidencia claramente el abuso policial sobre mujeres y hombres negros en los barrios populares de la ciudad. Lo que plantea la periodista en resumen, es que ser un sujeto racializado, escuchar champeta en un picó gigante —​​como son conocidos los sound systems en Cartagena— y vivir en un barrio periférico, te convierte en objetivo militar.

El asesinato de Jhon Freddy Recuero Cabarcas descrito por Pais en aquel reportaje ambientado en el barrio Henequén, sirve para ejemplificar como el estigma al rededor de este fenomeno cultural, legitima abusos de las fuerzas estatales que continuan reproduciendose una y otra vez bajo el manto de la impunidad.

El caso de Harold

El 24 de agosto del 2020, debió haber sido un día común y corriente para Harold Morales, quien desde hacía varios meses había regresado de Cali, donde daba sus primeros pasos en el mundo del fútbol profesional. 

En un intento por ayudar a sus padres, quienes dependían de la economía que se desarrolla alrededor del turísmo —para entonces cerrada por los efectos de la pandemia COVID-19—, decidió que lavaría motos a pocas calles de su casa para ganar algo de dinero. 

Sin embargo, un balazo silenció su vida en aquella tarde de prestidigitador. Las razones de su muerte resultan aún inexplicables. Tal vez,  porque sí, porque era negro, porque era pobre, porque se resistió a lavarle la moto a un policía y porque a este le dio la gana de matarlo, podría ser la secuencia para entender como le arrebataron la vida a un adolescente de 17 años, que soñaba con ser futbolista y sacar a su madre de la pobreza. 

No contentos con haber acabado con la vida de aquel joven indefenso, el reporte de las fuerzas policiales de Cartagena, dirigidas en aquel entonces por el general Henry Armando Sanabria, señaló en todos los medios que Harold había sido abatido en medio de un enfrentamiento entre pandillas. 

Curiosamente, algo parecido dijo la policía cuando mató a Jhon Freddy en el 2017. Sus padres aún esperan que las autoridades se retracten y limpien la memoria de su hijo.

Al parecer ser negro y vivir en un barrio como San Francisco, o bailar champeta en Henequén, te convierte automaticamente en pandillero y, en consecuencia, blanco fácil de las balas. Al igual que a Harold y Jhon Freddy, en el 2020 mataron a Ronny Contreras Carmona en La Boquilla. En esa oportunidad la policía le disparó de frente en un operativo en medio de la cuarentena. Hace 12 años también mataron a Gilberto Montalván en San Francisco. 

Todos estos jovenes tienen caracteristicas en común: eran negros, pobres y periféricos. Todo lo anterior tiene que ver con la champeta.   

Emilio Cabarcas

Comunicador social y periodista. CEO y Fundador de Cuatro Palabras. Experto en periodismo comunitario y desarrollo de iniciativas de innovación social.

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