Sobre muertes y botines en los Montes de María

En la subregión del Caribe colombiano conocida como Los Montes de María, ubicada entre los departamentos de Sucre y Bolívar, compuesta por 15 municipios, entre los que destacan El Carmen, San Jacinto, San Juan Nepomuceno, entre otros, aún quedan muchas historias por contar. Hoy, desanclados de aquel pasado sangriento originado por el conflicto armado del país, hay quienes se atreven a compartir los retratos de una vida pérfida, pese a los rumores de una violencia que amenaza con regresar. 

Balas perdidas en San Juan Nepomuceno, Bolívar. Por: Víctor Bloom Sánchez

Balas perdidas en San Juan Nepomuceno, Bolívar. Por: Víctor Bloom Sánchez

Corría el año 1997. San Juan de Nepomuceno, se había convertido en el epicentro de una violencia sin precedentes, producto de los enfrentamientos entre actores armados como las Fuerzas Militares, el bloque 35 y 37 de la guerrilla de las FARC y grupos paramilitares.  Carlos Ramón Mendoza Sánchez, orgullosamente sanjuanero, nació el 3 de junio de 1970, aún recuerda con una increíble precisión lo ocurrido en aquellas épocas en que Dios, parecía haberlos olvidado.   

Las primeras muertes se registraron el 1 de marzo de 1997. Dos personas sospechosas de simpatizar con las FARC, fueron encontradas acribilladas a la vera del camino. Sus nombres, Humberto Castillo Castellar y Hernán Viloria. Para entonces, Ramón, un joven de 26 años, aún no era consciente de los estragos de la guerra. Él, como muchos otros habitantes de aquella población, se había convencido de que la guerra no tocaría sus puertas. 

No fue hasta el 9 de abril de ese mismo año, cuando se convencería de una vez por todas que la guerra al igual que la muerte, es un advenedizo que nos toca a todos por igual. Aquella vez, dos hombres entraron a la tienda de su tío-padrino, Joaquín Mendoza, acusándolo de ayudar con suministros a la guerrilla. Ante las acusaciones de los extraños, Joaquín solo supo decir que no. Antes de retirarse del establecimiento uno de ellos preguntó.

- ¿Vendes aquí coca cola?

- Si, claro, respondió Joaquín.

-Dame una. 

Allí, con esa frase final, terminaría su vida. Las sospechas, vivirían para siempre. Un disparo en la nuca, silenció la tarde y cayó la noche. De aquellos días Carlos Ramon recuerda el miedo, era constante, había un toque de queda que iniciaba a las nueve de la noche, tenías que estar pendiente en la calle. Cuando esas camionetas blindadas y polarizadas pasaban, todos sabían que la muerte había llegado. 

Los decesos continuaron en una escalada terrorífica. Rafa Rúa, un ganadero del pueblo y amigo de la familia Mendoza, Nuflo Meza Romero, vendedor de gasolina, Arcadio Romero Pérez, líder social defensor de los derechos del pueblo y Atilo Vásquez rector de un colegio, perecieron uno a uno a expensas de las balas infames de la guerra. 

Las anécdotas de esos tiempos, similares a una novela de ficción, no hacían otra cosa que tentar a la realidad. A pocos kilómetros, un campesino en las cercanías de San Cayetano, había encontrado una caleta con fajos y fajos de dinero mientras cortaba el monte para darle de comer a su burro. Ante aquella escena, solo se le ocurrió atiborrar sus sacos con el dinero y llevarlo a su rancho. Allí, en un tira y afloje que duraría varios minutos, consiguió llenar todo un baúl completo. Apenas si podía creerlo, a duras penas le alcanzaría el aliento para contarle a su hijo y esposa lo que había encontrado. A pocos días del hallazgo, todo el pueblo sabía que alguien, tenía en su poder el cuantioso botín. Había quienes aseguraban que aquellos dineros, hacían parte de una entrega para liberar secuestrados, y que, en medio del intercambio, algo había salido mal. Así fue como la guerrilla tuvo que huir del ejército abandonando el paquete con todo y dinero a bordo.

A solo una cuadra de la casa de Ramón, Jorge Caro junto con cinco jóvenes, creó una banda delincuencial.  Ellos, tras conocer los rumores de la riqueza fortuita que había llegado a los Montes de María, decidieron que lo robarían. El golpe fue todo un éxito, aquellos intrépidos asaltantes se hicieron con el botín. Tras coronar, ese espíritu fastuoso y opulento propio de los principiantes en el mundo de la ilegalidad, les hizo sospechosos.  Ramón, quien ya estaba enterado de los rumores, acudió a un viejo amigo, dada la cercanía con Jorge al haberle visto crecer y parrandeado en más de una ocasión, decidió que lo mejor era tomar el toro por los cachos y convencer a Caro de retirarse. Lo que él no sabía, es que, en tiempos de guerrillas y paracos, no hay pared que no tenga oído, ni ladrón que se salve. 

El 22 de agosto, Mendoza viajó a Los Palmitos. Tras ir y venir, estaba tan cansado que olvidó poner el escaparate con el que religiosamente tapaba la ventana de su cuarto. Aquello, aunque extraño, tenía una razón: evitar que una bala ingresara a sus aposentos y causara alguna desgracia. 

Jorge y sus secuaces rondaban como de costumbre en las madrugadas por el pueblo. Aquella vez, justo después que el reloj anunciara el 23 de agosto, llegaron al barrio El Progreso, lugar que había habitado Ramón desde que la memoria le acusaba. Caro con pistola en mano, cual Juanito Alimaña, disparó en dirección a la casa de barro repellado, con un techo de palma que se alzaba entre los dos únicos cuartos de improvisada construcción, donde Ramón yacía con su madre Alejandrina y sus dos sobrinos. 

Como a las tres y media, me despierta un ardor en el pie. De inmediato empecé a gritar y a llamar a mi madre. Le dije que algo me había pasado porque estaba sangrando, recuerda Ramón. 

Los días posteriores al disparo fueron devastadores. No por el hecho de esperar hasta los primeros días de septiembre para que le pudieran extraer la bala, o porque tuvo que ir con un bastón a todos lados acusado por la cojera. En realidad, estaba devastado porque sabía que su agresor, no había querido en ningún momento hacerle daño. Seguramente, solo quería asustarlo. Si él de verdad hubiera programado mi muerte, me hubiera tocado la puerta con cualquier excusa, y yo, que nunca he tenido ningún enemigo, le habría abierto sin sospechar nada. 

Pasado el tiempo, paracos y guerrilleros buscaron a los jóvenes que conformaban el grupo delincuencial. Querían matarlos y recuperar el botín. Fueron los paramilitares quienes dieron con el paradero de todos. Uno a uno, fueron encontrados a la vera del camino de las calles de San Juan y sus alrededores. Solo uno tuvo la suerte de escapar a Venezuela. Jorge Caro, fue uno de esos a los que les evadió la suerte. La gente del pueblo asegura que lo mataron y lo dieron de comer a las babillas.  

Lucy Carmona, una vecina de Ramón, asegura que para ella era normal escuchar historias en el pueblo sobre personas desaparecidas, que días después se encontraban sus cuerpos. Algunas veces, hasta había asesinatos a plena luz, pero escucharlo, y verlo tan de cerca, fue algo impactante.

Ramón, a raíz de aquel problema, decidió exiliarse en Cartagena. El 20 de noviembre de ese mismo año, emprendió la salida con su madre en busca de la tranquilidad y suerte en los negocios. Al cabo de un tiempo, con la tristeza imbuida en el corazón y fracasos económicos, sintió la necesidad de volver a su pueblo, a la casa donde había nacido. En la actualidad vive en esa casa, ahora remodelada y de aspecto más moderno. Dice no arrepentirse de nada. En su pueblo tiene todo lo que necesita y quiere.  

Cartagena no era mi mundo, mi mundo es este, yo soy feliz aquí y no lo cambio por nada. Aquí toco una puerta y la gente me conoce, todos me saludan. San Juan es hermoso y ahora que ya todos esos grupos armados desaparecieron, aquí se vive como en el paraíso. Hoy, desde la mecedora que lo vio pasar el peor momento de su vida, me enseña con orgullo y una extraña sensación de nostalgia, la bala que le extrajeron de su pie izquierdo.

Cuando le pregunté sobre por qué la conservaba después de tantos años, dijo: es como una especie de trofeo para mí, y además, de no ser interesante, tú no estarías aquí tomándole fotos a la bala que casi te mata.

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