Viaje hacia un Macondo llamado Pivijay

Nada es más difícil que trasladarse hasta Macondo. Nada es más placentero que arribar a sus orillas y sentir como el viento de la ciénaga te pega de frente. Nada es más amedrentador que sus agónicas trochas. Nada más esperanzador que la resurrección de un pueblo marchitado por los recuerdos cíclicos de las bananeras…


Pivijay vista desde el aire.

Pivijay vista desde el aire.

Recuerdo haber llegado hasta la entrada de Pivijay a eso de las tres de la tarde. El sol brillaba tanto que hasta los burros rebuznaban con pesadez. Diría yo que la sensación térmica rodeaba los 40 grados. El letrero que se levantaba justo en las inmediaciones de aquel lugar, apenas si dejaba entrever un “Bienvenidos” inconcluso, corroído por las intolerables condiciones climáticas de Pivijay.

El viaje hasta el Bajo Magdalena, que es donde se encuentra anclado este indómito lugar, se parece mucho a la travesía literaria de José Arcadio Buendía. Para arribar hasta el paraíso literario de García Márquez, hacía falta tener mucha fe. Y sí, aún sigue haciendo falta cargar con esa fe, porque sencillamente hay que ser muy optimista para trasladarse desde Cartagena hasta las foráneas llanuras que se extienden desde el Magdalena hasta los confines del mundo.

La fe sigue haciéndose necesaria para que, al llegar a Barranquilla, puedas conseguir una de esas lindas chatarras móviles que conocemos como mototaxis para que te acerque hasta la 38, y allí, a la intemperie, abandonado a tu suerte entre una espesa avenida llena de centenares de autos, alcances un bus de esos que parecen ir despedazándose por todo el camino rumbo al Fogón –tranquilos, no me refiero a uno literal ni mucho menos–. En este caso me refiero a un pequeño puerto de río donde no vive nadie, ubicado en el departamento del Atlántico.

En el Fogón, creo yo que Satanás ha de sentirse como en casa. Dada su cercanía con la ribera del Magdalena, el calor se siente más pesado. Allí, ni las matas de maíz, yuca y ñame tienen tregua, incluso hasta ellas parecen tristes, apesadumbradas por el rigor de un clima que se ha vuelto tan loco como la gente que habita este mundo.

Ya en el Fogón, hay que esperar con paciencia por la llegada de un jhonson, una barca rústica de unos siete metros de largo por tres de ancho, en la que fácilmente pueden caber entre 11 y 15 pasajeros, sin contar al capitán y a su acompañante, quien se encarga de dar empuje desde el primer sedimento de tierra firme con una vara extensísima que parece acariciar el sol en la medida que damos la espalda al infierno desde el que abordamos para llegar hasta Salamina.

 

En el trayecto, hay personas hablando de un pasado que parece no haberse alejado por completo de estos parajes. Los paramilitares, la violencia, las masacres, el dolor, el miedo, la impotencia, la sangre desbordada, son temas recurrentes en las conversaciones de los pasajeros. «A mi primo, lo encontramos muerto por allá cerquita del muelle del ferri», comentaba un hombre de canas, mientras señalaba al río.

Hace veinte años, cuando grupos al margen de la ley y ejércitos privados se disputaban estos territorios, pensarse un viaje de estas características, era casi una quimera. Hoy, podemos decir que La Paz ha vuelto y con ella, las esperanzas de muchos. Aunque no se olvida el pasado de la noche a la mañana, hay quienes han decidido avanzar para la reconstrucción de la memoria y escenarios de paz.

Con la creación de la Corporación de Desarrollo y Paz del Bajo Magdalena (CDPBM) ya no son “Los Señores” o “Jorge 40” quienes protagonizan el discurso en la memoria histórica de los ciudadanos de esta región. De las 333 masacres que ocurrieron entre 1999 y el 2006, poco se sigue hablando, quizás porque es una historia muy dura, tan dura, que hasta dan ganas de llorar.

De repente, mientras aparece la próxima parada en el horizonte, la mirada se me ha desviado y se ha colocado ahora sobre el paso del ferri que lleva por nombre “Radar”. Lo paradójico del asunto, es que quien pilotea el remendado y arcaico bote que sirve de comunicación entre el resto del mundo y aquellas alejadas poblaciones, rara vez en su vida ha tenido un radar al interior del nombrado medio de transporte.

Las horas siguientes, tras arribar al puerto de Salamina, transcurren a bordo de una mototaxi. Desde Salamina hasta Pivijay, casi todo el camino está desprovisto de asfalto, lo que ahora queda en algunos tramos parecen ser fallas estructurales en el terreno.

No obstante, debo decir que me ha llamado profundamente la atención este pueblo que transité por cerca de dos horas hasta llegar a mi destino final. En la entrada de Salamina, alejándose poco a poco del tumulto turístico que se desarrolla alrededor del pequeño puerto, se dejan ver los únicos y escasos metros de carretera asfaltada del lugar. Una escuelita, se asoma entre el caluroso y casi desértico panorama, metros adelante, el cementerio, y justo en diagonal, una tienda donde unos hombres departen bebiendo cervezas, mientras juegan dominó, matando así los calores del eterno verano y los exabruptos del tiempo.

Tal parece que así son, de modos calcados, todos, o al menos la gran mayoría de pueblos de la costa norte colombiana. Los patrones de vida parecen ser heredados bajo una consigna austera en la que es posible ser feliz con solo un poco de tierra para trabajar, una escuela para intentar hacerse alguien, una tienda con cervezas frías, y un terreno amplio y duradero en el que poder dormir para siempre a tres metros de profundidad.

Allí en Salamina también se sintieron los rigores del pasado bélico reciente en la historia del país. El 29 de noviembre de 1999, el frente Pivijay Bloque Norte de las AUC arribó hasta esta población atravesando el río. Esa noche murió un campesino, “El negrito” era su apodo de toda la vida, hoy en día nadie se acuerda de su nombre. Desaparecieron seis personas. De ellas no queda rastro alguno. Fue herido Miguel Antonio de la Rosa Gómez.

Las primeras incursiones paramilitares al Bajo Magdalena ocurrieron el 9 de enero del año 1999. En el corregimiento Playón de Orozco, Jurisdicción del municipio de Piñón, tras acusar a la población de colaborar con la guerrilla de las FARC, fueron asesinados a sangre fría 36 personas, la mayoría de estos jóvenes. De ahí en adelante, según nos relata una fuente cercana a los hechos, la escalada paramilitar fue imparable.

Del Playón, pasaron a las Piedras, jurisdicción del municipio de Pivijay. Allí murieron 15 personas. Ambos corregimientos, tras las masacres orquestadas bajo las órdenes del líder paramilitar conocido con el alias de “Esteban”, quedaron abandonados. Con el miedo a cuestas, los habitantes de estas poblaciones, emprendieron un viaje con boleto de ida y sin posibilidad de retorno. Seguramente hoy estos hacen parte del 35% de comunidades desplazadas que arribaron a los cascos urbanos de Barranquilla, Santa Marta y Cartagena entre 1999 y el 2001.

Atrás quedaron casas, fincas, vacas, cerdos, perros, gatos, patos, gallos, pavos, rosas, cultivos de maíz, millo, yuca, ajonjolí, vidas, amigos, sueños y parrandas interminables. En adelante, solo súplicas y rezos, solo muertes y pesares, solo llanto y posterior olvido.

El vehículo en que me transporto desde que partí de Salamina, se acerca cada vez más a mi destino final. A lo lejos veo el puente. Es la entrada a San Fernando Rey, mejor conocido por propios y extraños como Pivijay. Allí, en esas mismas tierras que pisé hace tiempo, estuvo en el año 2002 el entonces candidato presidencial Álvaro Uribe Vélez.

Nuestra fuente, quien prefiere preservar su nombre por motivos de seguridad, afirma haber visto al entonces candidato siendo custodiado por jefes y líderes paramilitares reconocidos en la zona. Entre ellos aliasOctavio”, alias “Caballo”, y por supuesto el más rutilante entonces: alias “Esteban”.

Alias “Esteban”, oriundo de Córdoba, medía 1.85 metros de estatura, era negro, fornido, de facciones fuertes. Llegó al municipio de Pivijay con 17 años, tras haber estado en incursiones paramilitares en Aracataca, Retén y Fundación, todos municipios del departamento del Magdalena. Era conocido por su actitud déspota y despiadada. “Era un sanguinario, si no le agradabas, simplemente te mataba y listo, así solucionaba todo”, asegura nuestra fuente.

Esteban, casi nunca se reía. Sus amigos pertenecían a su anillo de seguridad. Era conocido, además, por sus asesinatos a sangre fría. Esteban murió en el 2004 mientras asesinaba a cinco integrantes de su anillo de seguridad. En el instante en que se deshacía de sus lugartenientes, uno de ellos activó una granada, acabando así con la vida del temido paramilitar.

Mientras hago este recuento de anécdotas sobre el pasado bélico de una región históricamente avasallada por la muerte y la desigualdad social, me doy cuenta que he llegado. Ya aquí, en el regazo del lugar que me anduvo esperando todo este tiempo, descubro el milagro de la contemplación como una expresión oculta entre los inmensos árboles de Pivijay, esos mismos que Gabriel García Márquez inmortalizó en la fantasía narrativa de un mundo que es más parecido a la realidad de lo que imaginamos.

Iglesia San Fernando Rey, Pivijay, Magdalena. Foto por: Carlos Caballero Suarez

Iglesia San Fernando Rey, Pivijay, Magdalena. Foto por: Carlos Caballero Suarez

Allí la mototaxi empieza a darme un tour a través de las callecitas que recuerdo con la felicidad marcada de pómulo a pómulo. Algunas cosas han cambiado, no cabe dudas. Ya no hay zozobra, los paramilitares se han ido, y las masacres parecen ahora cosa del pasado. Sin embargo, los hijos engendrados por la guerra resumen sus vidas en interminables confrontaciones a pequeña escala producidas en el marco de la violencia social.

Ahora, más de una calle está pavimentada -aunque tuvieron que pasar más de 20 años para que ocurriera eso-, las tiendas y los estancos parecen haberse multiplicado, pero, aunque hay un retoque aquí y otro por allá, continúo percibiendo al pueblo con los mismos ojos con que lo descubrí aquella vez en la que a mi madre se le ocurrió que era buena idea visitar a los abuelos.

 A mi abuelo que ya no está, le sigo mirando en el patio de la casa, con un sombrero tan grande que le cubre el cuerpo como un paraguas, lo sigo viendo con sus abarcas y el pantalón recogido en un doblez rústico sacado del mismísimo aspecto de las paredes de su rancho. El sonido de los burros, de los gallos que te levantan religiosamente cada mañana, el de los perros desnutridos que deambulan por las salitrosas calles del lugar, los sigo escuchando, y retumban en mi mente de un lado al otro, dándome a conocer el milagro de la memoria sensorial.

Después de darle vueltas a todo esto por varias horas, hay un instante en el que siento en el viento un olor como a mierda de vaca, mientras el sol brilla aún a las tres de la tarde y los burros rebuznan, en donde vienen a mi mente las palabras de Gabo, esas que te recuerdan que “Macondo no es un lugar sino un estado de ánimo que le permite ver a uno lo que quiere ver, y verlo como quiere”, y por fin lo entiendo todo. Este lugar del que escribo ahora después de tres largos años en los que había pensado meticulosamente cómo describirlo en una narrativa similar a esta, es el Macondo perdido, no el de Cien años de soledad, sino el mío, ese que se encuentra cada día bajo la sombra de un frondoso árbol llamado Pivijay.

Ficus retusa, mejor conocido como Pivijay.

Ficus retusa, mejor conocido como Pivijay.

Emilio Cabarcas

Comunicador social y periodista. CEO y Fundador de Cuatro Palabras. Experto en periodismo comunitario y desarrollo de iniciativas de innovación social.

Anterior
Anterior

“Las mujeres sostuvieron este país” Alejandra Miller, Comisionada de la Verdad

Siguiente
Siguiente

Una noche de tertulia caribeña con Juan Carlos Díaz y Vicente Arcieri