Adela

Es como si aún la viera en el borde de la ventana, con el rostro reclinado sobre sus brazos. Cara mojosa, un dulce color moreno sobre su piel, con una sonrisa grande y ojos achinados; niña soñadora entre los barrotes. Me acuerdo del viejo vestido blanco, herencia de su madre, deshilachado y desgastado por los años. Se veía hermosa. La flor de bonche amarilla detrás de su oreja se movía con el aire musicalizado que venía de El Candelero.

Ella cerraba los ojos y lo escuchaba, oía el viento y cantaba. Era para entonces como una luciérnaga que destellaba luz de luna en medio de la tarde. Cuando abría su boca le daba vida a una nota, y derramaba un río de versos suaves que luego resonaban en la superficie en un movimiento sublime de caderas. Era un ensueño su canto, su voz, su deseo de tambor.

Adela. Así se llamaba. Diosa de cabello largo y crespo, de poco peinar, piernas gruesas y firmes como tallos, pies danzantes como hojas, manos que dibujaban la melodía y labios que al recordarlos cantar se me entreabren en la memoria. Era una mujer de aquellas que sueñan y esperan al mismo tiempo. Había nacido para cantar y moverse, para ser libre y volar en su canto. ¡Cómo movía su cabeza al ritmo del viento ancestral y místico que traía aquella música!

Ay deja vida que yo me muera en mi suerte,

Ay deja muerte que yo te sueñe despierta

Mañana no sabes vida si no estoy pa’ verte

Mañana no sabes muerte si estaré herida.

El verso le salía al paso. Pilando el arroz, desplumando una gallina, brillando con ceniza los calderos tiznados o recostada en la ventana. Se ponía en pie, alzaba los brazos al cielo y meneaba las manos, invocando al viento, llamando a la tarde, y como en una oración, esperaba la noche con su canto. Contoneaba su cintura de niña grande con el permiso de su voz; cortejaba al tambor sin permiso. Era la luna del bullerengue alentando el sueño y llamando los recuerdos.

—¡Adela! —gritó su padre. Hombre cincuentón, un roble de mano grande—. Esas son cosas para mujeres puercas.

La cogió por el brazo y la sacó a la mitad del patio. Tomó su perrero, una tira gruesa de cuero seco enrollada y clavada en la punta de un palo de guayacán, un rejo que su padre usaba para ajuiciar a las bestias. Él era una gran sombra delante de ella. El sol de la tarde estaba en contra y Adela, muy por debajo de él, justo a la altura de su ombligo, no alcanzó siquiera a dar una explicación cuando sintió el primer quemón en la carne. 

Palmita, palmita,

palmita con manteca,

su mamá le da la teta

y su papá le da chancleta…

Abrió su boca como cuando se preparaba para cantar en la ventana, con la saliva cruzada entre el paladar y la lengua, solo que esta vez sin voz, sin eco. Se escuchó un grito, un grito que se volvió un canto silencioso, sin retorno, un dolor que evocaba recuerdos maternos y una danza que apaciguaba los golpes.

Palmita, palmita

Palmita con manteca,

su mamá le da la teta

y su papá le da chancleta…

Sobre las piernas de Adela se marcaba el color de las berenjenas hechas que cultivaba con su mamá en el patio de su casa. Y mientras la imagen de la memoria se le mezclaba con la melanina, los ruegos a su padre intentaban confesarse de rodillas en su conciencia. Eran gritos desesperados, que le huían con los pies, al zumbido del azote.

—¡Eres tan perra como tu madre…!

Palmita, palmita,

palmita con manteca

su mamá le da la teta

y su papá le da chancleta

—Mirando la ventana para volarse con el tamborero… ¿Quieres seguir cantando? ¿Por qué no cantas? ¡Canta con más fuerza! No vas a ser bullerenguera, pelaita e’mierda. Eso se deja para las putas. ¿Quieres ser puta, Adela? ¿Una coya como tu madre?

A cada palabra de su padre, Adela oía más dentro el canto arrullador de su madre. El recuerdo se hacía más presente a cada golpe, y el arrullo mucho más cercano. Era una voz cálida.  En esos instantes, se acordó de la alegría y el alivio que producen los tambores. No le dolían los golpes, ella era una niña hecha de cuero, y cuero contra cuero hacen un bullerengue senta’o. Son esos versos los que retumban en la cabeza, que no dejan vivir, los que el olvido no se lleva y que aguardan en el tiempo.

Al caer la tarde se encendía la noche. La música se paseaba como un espíritu alucinado por las calles, que penaba justo en la ventana de Adela. El Candelero se iluminaba y el padre, ebrio de rabia, se encontraba tumbado en su hamaca. El odio por el abandono y su eterno resentimiento lo habían llevado a ver en Adela a su esposa todos estos años.

Adela desempolvó la pollera blanca de su madre, la meneó, y probándosela se miró al espejo, se dio cuenta que se parecía mucho a ella. Suspiró con una sonrisa.  Luego decidió terminar el trabajo que había comenzado tardes atrás. Agarró una cuchara y comenzó escarbar en la madera, al pie de los barrotes podridos de la ventana y así desprenderlos. Para entonces, el dolor de las piernas había desaparecido.

No había terminado de arrancar el último barrote, cuando ya tenía la mitad de su cuerpo fuera. Salió a pies descalzos, arrancó una flor de bonche amarilla y se la puso en la cabeza. Se enrolló su pollera y salió corriendo por el camino pelado y oscuro. Su cabello volaba con  la música que la convencía a cada paso. El son de aquel lugar retornaba a ella como una cálida unción, veía las luces cada vez más cerca. El Candelero ardía.

El Candelero, viejo sitio. Un lugar hecho de bahareque, cagajón de vaca seco y palmas, con un letrero medio pintado de un rojo paliducho. No tenía un ambiente folclórico, no inspiraba la alegría con la que cantaba y bailaba su madre en las noches de arrullo. Eso no era una rueda de bullerengue. No había cantadoras, tambores, ni gaitas, era sólo música de un viejo parlante empolvado lo que enceguecía los oídos de Adela todas las tardes, lo que la elevaba y la hacía soñar con llamadores danzantes, bullarengas y palmitas.

Allí nunca habría cantado su madre, no era allí el lugar de aquella hipnotizante música que recordaba. Cada paso que daba dentro de El Candelero era un quemón para sus pies. El olor a ñeke estaba tan concentrado que parecía pasarse de boca a boca y no disiparse. Las voces melodiosas que escuchaba su imaginación se apagaron y se volvieron chiflidos. El Candelero estaba infestado de hombres aguzados como buitres, que notaron la presencia de aquella niña descalza, entre polleras blancas y flores de bonche. Presa nueva, eso se volvió Adela en el reflejo de la baba de aquellos.

Salieron a la tarima unas mujeres, unas cantadoras sin voz, bailadoras sin pollerón, pero eran para ella su oportunidad de cantar, de hacer su ritual. No se contuvo más, caminó hacia una de ellas y le preguntó: “Señora, ¿me deja cantar?”. La mujer, con cara de pesar, sólo pudo sobarle la frente, sonreír un poco y decirle:

—Anda, muchachita, váyase para su casa, quítese esa pollera, vaya, que la deben andar buscando.

—Pero yo…

—¿Y qué crees que es esto, niña?

Adela miró a su alrededor, y con la poca inocencia que le quedaba, se dio cuenta que aquellas mujeres no la dejarían cantar, porque ellas nunca lo hacían. Eran mimos con colorín derretido del trasnocho, no eran de esas como su madre, que buscaban en su canto y en su baile la libertad de ser, que se divertían en cada rueda. Ellas  no eran sino esclavas de unos pesos, que hacían mover sus caderas como estropajos acabados con los que se limpia la troja de la casa.

Adela no pudo hacer más que volverse. Reconoció que la libertad y la añoranza por su madre la habían llevado a rehabitar un recuerdo que ya no estaba. Una vez más se fijó en los ojos incendiados, ahora más cercanos, de los hombres de allí. Llegó hasta la salida de aquel lugar esquivando cuerpos, manos, tufos, voces. Pensaba solo en salir corriendo del mismo modo en que había llegado, pero con más prisa. Estaba ya en la puerta, de espaldas a ella, y atónita por verse dentro de un son deprimente, tropezó con un hombre que venía entrando. No logró verle la cara, sólo sintió una mano que la apretaba por el brazo y que de un jalón la sacaba del lugar. Se la llevó por todo el camino a rastras. Ella trataba de rasguñar una sombra que la tiraba al suelo y que luego la arrancaba de la tierra por los pelos. Adela estaba volando en el dolor, sus gritos se hacían ecos mudos, el camino estaba más oscuro que cuando escapó de su casa y el aire parecía desvanecerse.

La ventana estaba rota. Él abrió la puerta a patadas, y cuando ella logró ver su rostro, quiso pronunciar “papá…”, pero aquellas manos le estaban reduciendo el cuello, le gritaba cosas, reclamos de una vida pasada que nunca fue suya. Esa noche Adela cantó y bailó en los gritos, en cada apretujar de sus ojos, en el encogimiento de sus pies que pedían auxilio al viento ubicuo. En esos instantes se le vino al pensamiento un cantar más trasparente, un llamador, una gaita que dibujaban la flor y la pollera. Era un canto que pintaba a su madre arrullándola entre palmitas. El bullerengue estaba llorando su luna. Los brazos alzados de Adela quedaron pintados por dedos deformes, su cuello enrollado mostraba marcas vivas del apagón de su voz, y su flor de bonche amarilla, marchita, quedó sin aire que le soplara. Estaba Adela tendida en el suelo en posición danzante, con una sonrisa triste, envuelta entre cantos. Creo que se imaginó a su madre por última vez.

De vez en cuando me asomo a la verja y miro a Adela por las tardes. Ella se ve al borde de la ventana, con el rostro recostado sobre sus brazos, sonriendo. Luego se levanta. A veces siento que me mira, cierra la ventana y comienza a cantar. La escucho. Empieza a llamar el viento que viene como un calor desde otro lugar, comienza a invocar a su madre…

Palmita, palmita,

palmita, con manteca

su mamá le da la teta

y su papá le da chancleta…

Es Adela en la luna, en la flor de bonche amarilla, en el aire a gaita. Toquen los tambores, es Adela.

 Palmita, palmita,

palmita con manteca…

Rueda de bullerengue tradicional, Pal’ Lereo Pabla, 2022. Foto por: Emilio Cabarcas

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