Edgar Guardo y los habitantes de la calle Vélez Daniés
El día de trabajo de Edgar Guardo Manjarrez inicia cuando aún la niebla se respira en el corregimiento de Bayunca. Son apenas las cinco de la mañana. Luego de beber el que será su primer pocillo de tinto del día, Edgar y yo hemos tomado un bus destartalado de la antigua ruta PEMAPE rumbo al mercado de Bazurto en la popular Cartagena. El viaje durará cerca de una hora. Esta historia, un cuarto de siglo.
Era 1994 cuando Edgar entendió que la fantasía de graduarse de matemático o terminar el bachillerato, no eran más que las quimeras de un joven ingenuo y soñador. En ese mismo año en que la selección colombiana de fútbol fracasaba en el mundial de Estados Unidos, Ernesto Samper asumía la presidencia de un país sumergido en una ola de sangre sin precedentes históricos. Ese mismo año, moría asesinado Andrés Escobar. Juancho Rois, aquel mítico y recordado acordeonero del Cacique de la Junta, fallecía en un accidente aéreo. En ese año de economías estancadas e incertidumbres sociales, el mayor de los Guardo Manjarrez se convirtió en frutero de oficio y vendedor de profesión.
Es 13 de marzo del 2019 y tal y como lo hacía en sus inicios cuando fiaba frutas a los mayoristas en Bazurto, Edgar me conduce hasta los lugares donde siempre puede conseguirse el mejor producto. El olor a podrido producido por la inoperancia de la política pública distrital y la indiferencia ciudadana, se entremezcla con el de la fruta madura, dando la sensación de una náusea fresca e hilarante.
Luego de comprar tres canastas de fruta en La Rampla, hemos cargado mangos, fresas, uvas, piñas y sandías en un desvencijado Renault 4, popular en su uso para el transporte de mercancías dada su potencia y amplía capacidad de almacenaje.
El tiempo transcurre tan rápido como aumenta la temperatura en esta húmeda y calurosa periferia tropical. Son las 8:30 de la mañana. Hemos llegado a nuestro destino. Edgar me ha ordenado que baje la fruta y la vaya organizando en el andén contiguo a la notaría tercera, mientras él busca su carrito de ventas a contados metros en la calle de La Soledad.
Apenas nos estamos organizando para empezar a vender cuando una avalancha de clientes pide con urgencia un vaso de fruta recién picada.
- ¿A cómo la tiene vecino? Pregunta una de nuestras primeras compradoras del día, acompañada de los que parecen ser sus dos hijos.
- A tres mil, patrona. Contesta Edgar mientras continúa picando frutas bajo un ritmo frenético.
- Deme tres, concluye.
Pasada la vorágine repentina de clientes, la calle ha muerto. Solo transitan algunos vendedores ambulantes, uno que otro extranjero y gente ocupada que va corriendo con papeles de un lado a otro, cómo si acaso jugaran alguna especie de juego macabro en esta nueva cultura de la fugacidad que somos ahora.
Mientras tanto, allí estoy yo. Desorientado, confuso, jugando a ser vendedor de frutas por un día. No han pasado tres horas desde que inició nuestra jornada y ya estoy empezando a sentir los embates del clima y la presión del trabajo. “Cógete esos mangos biches, pélalos bien y te haces tres vasos” ordenó quien por hoy sería mi jefe en este experimento.
Edgar y yo hemos aprovechado para terminar de organizar todo y desinhibirnos con sus historias bufonescas. Mientras él pela y pica frutas con una agilidad envidiable y yo -sin conseguirlo- trato de imitarlo, me va contando sobre su mujer, Mary Chamorro, quien desde hace 10 años vende almuerzos a propios y extranjeros amparada en esa neo estrategia de política económica a la que muchos llaman rebusque.
A quien es hoy su esposa, la conoció 15 años atrás. Aunque reconoce haber sido un mujeriego desaforado en sus tiempos de juventud, asegura haberse enamorado a primera vista de Mary. Ella, quien estudiaba entonces enfermería, terminaría por remendarle el corazón y conquistarlo para siempre.
Edgar ahora ha empezado a relatarme cómo estaba todo hace 25 años cuando llegó por primera vez con su cajita de frutas, a vender en la que algún día fue una de las calles más transitadas del sector amurallado. “Allí dónde está el hotel Movich quedaba la Procuraduría, aquí en frente, a lado de la Notaria segunda, quedaba una empresa de Movistar, donde está Gabi Arenas quedaba Alerta Cartagena, detrás de nosotros quedaba la Contabilidad de la Alcaldía, contiguo a ese sitio, en lo que hoy es una cafetería “Prisprí”, quedaba un puesto de empanadas y maricaditas así, tú sabes. Ah, y el banco no estaba así, al banco le pegaron otro pedazo”, refiriéndose al edificio del Banco de la República, conocido por ser la primera construcción republicana del sector.
Antes del arribo de Edgar a esta particular calle, ya había dos vendedores estacionarios con larga trayectoria en el lugar. El primero, Alberto Fonseca, oriundo de Sincelejo, Sucre, quien se desempeña hasta la fecha como vendedor de una pequeña chaza que provee a trabajadores y transeúntes de la zona, de cigarrillos dulces, galletas y otros insumos.
Alberto, lleva 50 años trabajando en el mismo sitio, llega a la misma hora y se va, como de costumbre, cuando el alba cae en picada. Tiene 77 años, pese a los achaques de la edad, luce conservado. Ahora combina la chaza con la venta de chances. Nunca ha parado de trabajar.
El segundo, Jorge De Ávila Padilla, había reemplazado 12 años atrás a su padre, quien, cansado por la edad, decidió legarle el puesto de revistas y periódicos de mayor antigüedad del centro histórico. Jorge lleva 35 años trabajando en la misma esquina.
Él al igual que Fonseca y Guardo, cuentan con un esperpento jurídico-administrativo que les permite trabajar sin temor a ser multados por el Departamento de Espacio Público y Movilidad. A ese papel que les dota de inmunidad, se le conoce como confianza legítima, un permiso para aquellos vendedores que por su antigüedad se han ganado un lugar privilegiado en las calles del casco amurallado.
Sin embargo, el grueso de vendedores ambulantes y estacionarios del centro histórico no cuentan con la misma suerte. La política de la reprensión que se camufla en la recuperación del espacio público, mantiene en vilo a cerca de 2.500 vendedores que se ganan la vida en el día a día.
Edith, por ejemplo, quien vende cocos fríos desde hace 18 años entre la calle Baloco y la Vélez Daníes, ha sido perseguida en más de una oportunidad. Pese a las advertencias de la Policía y otros estamentos, ella continúa vendiendo sus cocos, pues para ella estos no representan la idiosincrasia caribeña que muchos pretenden mostrar al tomarse fotos con un coco recién partido. Para ella, lejos están de ser ese elemento exótico que se pone de manifiesto en la rutina audiovisual que presenta ante el mundo este paraíso anclado en el Caribe. Para ella, sus cocos son la diferencia entre comer o no comer.
Según comenta Edgar, dentro de poco el Centro se quedará sin vendedores ambulantes y estacionarios. Los hoteles, como lo han venido haciendo desde las últimas dos décadas, pretenden monopolizar todo cuanto sea posible. “A nosotros no nos quieren aquí, no hay espacio, no cabemos, esa es la realidad”.
Edgar, Mary, Alberto y Jorge, pertenecen al 55,3% de la población cartagenera que trabaja de manera informal, según el último informe de Cartagena Como Vamos sobre empleo. Ellos han tenido que encontrar en sus artes y oficios, una manera para solventar la insostenible situación en una ciudad costosísima, donde a veces pareciera que escaseara la cordura, el agua, la sal, el arroz, la yuca, la fe, los fríjoles, los pescados, los plátanos, la sensatez, las carreteras, los colegios, los hospitales, los parques, las bibliotecas, la vida, y las ganas de vivir.
Al tiempo en que hemos venido hablando de toda esta parafernalia que acaece en un escenario tan caótico como el que representa esta mágica y estrafalaria ciudad, hemos ido vendiendo uno a uno, cada vaso qué hacemos entre Edgar y yo. A estas alturas, el sol está en su máximo punto, son la doce del mediodía y Mary ha llegado con su cargamento de comida para subsanar el hambre de cerca de 100 trabajadores de la zona.
La calle está atiborrada de vendedores ambulantes y oficinistas que se disputan los tradicionales almuerzos de la economía popular en esta región. A la distancia se acerca un hombre con voz frenética. Exuda profundamente. Algunos le conocen bajo el seudónimo de “chino camión”, él se hace llamar El Alcalde, aunque su verdadera identidad es la de Rafael Vega.
Boxeador de juventud y contemporáneo del campeón Kid Pambelé, Rafael, a sus 72 años de edad, libró hasta hace poco tiempo su batalla más importante. Pese a haber tocado fondo tras ser condenado por un crimen que él asegura no cometió y hundirse por completo en las drogas y el alcohol, hoy por hoy asegura haberse alejado de todo aquello que lo mantuvo preso por muchos años.
Rafael, el alcalde del sector, lleva 42 años de indigencia y 22 durmiendo y patrullando en la calle Velez Daniés. Todos le conocen. Pese a faltarle gran parte de su dentadura, su risa nunca se cohíbe. Parece un niño con la piel tosca y los ojos casi entenebrecidos. Por momentos siento que veo cara a cara a un personaje extraído de los cuentos de Tim Burton.
Las horas han seguido su curso en una escala sempiterna. El vaho de la endemoniada tarde se siente ahora recalcitrante en la piel. Hemos vendido la totalidad de los vasos. Son las cuatro de la tarde. Alberto ha terminando de alistarse para partir. Jorge tiene un par de horas de haber culminado su día laboral. Mary está recibiendo los últimos pagos del día. El alcalde, o como prefieran llamarle, ha de estar por ahí jodiendo, fastidiando, o lo que es mejor, viviendo la vida en su al garete diario.
Rafael Vega y su cama habitual. Foto por: Emilio Cabarcas Luna