Sobrevivir en medio de la nada: relatos de un vendedor estacionario en Cartagena

“La cruda realidad que se percibe en la calle es el aumento del número de informales que salen cada mañana con la convicción de vender los pocos productos y servicios que ofrecen y llevar sustento a sus casas”, redacción de Semanario La Calle, 2021.

Hace 20 años, Jaider Molina, oriundo de Valledupar, llegó a Cartagena en busca de una nueva vida. Para entonces anhelaba con fervor una oportunidad laboral que le permitiera echar raíces y garantizara la estabilidad económica de su familia. Aunque desde que tiene uso de razón se ha dedicado a la venta ambulante de productos variopintos, el Centro Histórico le enseñó qué aveces es mejor someterse a las autoridades. 

“Cartagena me brindó una vida y abrió las puertas del trabajo”, Jaider Molina. Foto por: Laura González

Estaciona su puesto en la calle 34 de la ciudad amurallada. A su alrededor se ubica la Catedral Santa Catalina de Alejandría y el Parque de Bolívar. Tiene disponibles para la venta una amplia variedad de sombreros caribeños, camisetas de la selección Colombia y accesorios para la playa. Al llegar al sitio donde habíamos concertado nuestra entrevista, no lo veo, de hecho, los demás puestos también están solos. Miro a todos lados buscando el conocido rostro, pero no tengo suerte. Al cabo de unos minutos, saco el celular para llamarlo pero no hace falta, puedo ver a lo lejos que se acerca saludando. 

La tambora ratifica que estamos en el Caribe colombiano y opaca las conversaciones que sostienen el espacio. Jaider me cuenta que por la falta de oportunidades y dinero no terminó el bachillerato e inició su carrera en la vida del comercio informal. “Esta es una vida que te quita mucho tiempo y energía como para regresar a la escuela”, señala.  

Desde muy joven, salió de Valledupar rastreando un comercio más amplio y con mayor alcance. Con lo que ganaba no le alcanzaba para mucho. Noto que le incomodan los murmullos que puede recoger el micrófono y pregunta con la mirada si eso es un problema.

— Puede seguir hablando, la única historia que capta el micrófono es la de usted, respondo. 

Él es feliz en Cartagena. Lo que más le gusta es la amabilidad de su gente y la manera en que se habla, con su volumen alto y su particular jerga: “Sinceramente, estamos en la costa. Uno viene con otras costumbres, pero adaptarse a Cartagena es fácil, aquí estoy y aquí formé mi hogar. Ha sido una vida chévere”.

A nuestro alrededor la vida no se detiene. En la esquina del Parque de Bolívar se encuentra estacionado un carro negro invisibilisado por la multitud, dos jóvenes descienden, una mujer y un hombre sacan del baúl dos canastas atiborradas de almuerzos, todo tiene sentido. 

Un vendedor de tinto se pasea promocionando su producto estrella — el café — junto a múltiples marcas de cigarrillos, prueba semiótica irrefutable de la codependencia de estos dos productos. Hay un tiktoker bailando con un paquete gigante de papas Margaritas sobre la acera de la Catedral, imagino que al ritmo de los cánticos eclesiásticos. De la nada parece una mujer vendiendo agua fría en una pequeña cava de icopor. Todo transcurre con normalidad. En un abrir y cerrar de ojos, la atención de todos se dirige hacia dos hombres que simulan una pelea. Asustados, volteamos a ver. Los turistas vienen y van, es un día más en la Cartagena amurallada.

“Cartagena me enseñó a querer lo que tengo”

El día de Molina comienza con una plegaria de agradecimiento a Dios por la vida, por su familia y por la confianza legítima que le recuerda que los años de acoso cesaron. Asevera que para evitar problemas cumple con las normas impuestas sin negociar sus derechos, pero todavía recuerda los tragos amargos del acecho. “Nuestra presencia era una gran molestia para el Espacio Público”, afirma. 

Una de las luchas más significativas que ha librado hasta el momento, se dio al obtener la confianza legítima, proceso que describe como arduo y tormentoso. “Luego de encuestas extensas que verificaron mi presencia en el Centro Histórico desde hace más de diez años en mi oficio como vendedor de la calle del Parque de Bolívar, pude conseguir el permiso”. 

Tras una década de periplos inestables en la administración pública de Cartagena,  las propuestas que han llegado sobre la reubicación de más de 4.000 vendedores que se ganan la vida vendiendo cachivaches en las calles del Centro Histórico, se las llevan las calurosas ráfagas de viento. “Ni ellos saben para donde mandarnos. Se especularon muchas cosas como la construcción de módulos dentro del mismo Centro, pero son especulaciones, no hay nada concreto en realidad”.

El único factor común entre las antiguas alcaldías fue la crueldad de los organismos de control municipal, como lo sentencia Jaider, quien fue víctima de maltrato, incautación de la mercancía y multas costosas para su bolsillo. Asegura que no los atendían y los trámites ante Espacio Público eran demorados y tediosos, así que prefería dejar perder eso que le quitaron y surtirse por otro lado. La tristeza siempre lo embargaba cada vez que la historia se repetía con él o con algún compañero. Ellos llegaban, tomaban todo y se iban. Él nunca se resistió ni peleó. 

La razón por la que decide salir a vender a la calle es para darle una vida digna a su familia, “porque en este país no hay garantías ni oportunidades laborales en la formalidad”, asegura. Jaider es consciente de la importancia de su rol dentro de los quehaceres del hogar, por lo que junto a su esposa, madrugan a alistar y llevar a los niños a la escuela. Uno de sus deseos es que sus hijos se superen y accedan a la educación superior, que para muchos, incluyendólo,  es un privilegio. 

A las nueve de la mañana toma el transporte público con la esperanza de encontrar un centro iluminado por un potente y húmedo sol. Reza para que no llueva, porque aunque su calle no se transforma en un río que trata de desembocar en el imponente Caribe como sí sucede en sectores aledaños, las ventas se bajan o son casi nulas, pues los turistas no salen. “El Centro, en general, se inunda bastante, pero gracias a Dios, esta calle no se llena tanto. Cuando estamos en víspera de la época de lluvias, me preparo con plásticos sobre el carro y me resguardo bajo un techo esperando que cese”.

Me pregunto si ha vendido algo, si ha sido un buen día o no, pero mis pensamientos son interrumpidos por un joven matrimonio que parece haber llegado desde el extranjero. Una latinoamericana y un norteamericano de hablar pausado y andar pasivos parecen haberse interesado por uno de los productos de Molina. Mientras la mujer convence a su esposo de probarse algunos sombreros, en una rápida maniobra Jaider me entrega el micrófono y se disculpa. No tiene por qué, le respondo. Los jóvenes nos miran apenados. Yo les regalo una sonrisa tranquilizadora. 

Jaider es un buen vendedor, no dice mentiras para que le compren, sino que da soluciones a las dudas del hombre, traducidas por su compañera de aventuras. El gringo colorao se decide por un lindo sombrero café y le pregunta a la mujer si no quiere nada. Ella no desaprovecha la oportunidad y toma una pava con letras cursivas que anuncia el paradisiaco destino de sus vacaciones. Él saca el billete, ella paga. Se agarran de la mano y se despiden con una reverencia sutil en señal de gratitud. “Todo está hermoso, muchas gracias”, son las palabras de despedida de la recién casada. En cuestión de segundos el sagaz vendedor regresa al micrófono y decreta: “mi estrategia es ser amable y tratarlos con respeto y amor. Se lo merecen”. 

Resistir es luchar

“Nosotros como vendedores resistimos lo que venga, nuestra lucha es diaria y es igual a perseverar y nunca dejar de soñar. Cuando uno es niño no sueña con convertirse en trabajador informal, pero es la vida que nos tocó y hay que vivirla de la mejor manera, sacándole lo bueno sin dejar que nos domine lo negativo. Es un trabajo bonito y del que uno aprende bastante, una de esas enseñanzas es la satisfacción de ganarse la vida trabajando honradamente. Yo quería seguir estudiando y ser un profesional, pero en este país las oportunidades son escasas y nos toca salir a trabajar desde niños para comer y ayudar en la casa. Eso es lo que necesita el pueblo colombiano, oportunidades y una educación de calidad para todos”, sentencia

  1. Confianza legítima: Permiso otorgado a vendedores ambulantes y estacionarios que, por su antigüedad, se han ganado un lugar privilegiado en las calles del casco amurallado de Cartagena.

 
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