Historias de un Caribe que no olvida: Maruja, de Cartagena a Suiza

Los segundos son como estrellas fugaces, los minutos, una presión continua, las horas se encargan de recordarlo todo, pero el pasar del tiempo, este concepto abstracto que define la longevidad de la humanidad es sinónimo de olvido, como bien señala Héctor Abad Faciolince, en la novela “El olvido que seremos”. 

A sus 79 años mi abuelo recuerda la grandeza de su vida a través de historias cotidianas, a veces aventuras propias, otras, con protagonistas diversos que ha encontrado en el camino. Mas, si hay algo lo irrita es el abandono de los pormenores, su deseo de narrar todo con lujos de detalles. 

Érase una vez, por allá por el 68, cuando el joven Tulio llegó a Cartagena junto a su patrón don Paredes. En aquel entonces se hospedaron en el edificio Esmeralda, en el Laguito, donde conocieron a un cachaco dueño de un taxi, quien no había encontrado hasta ese momento a un buen cristiano que se lo manejara. Tulio, tan bueno y servicial, lo manejó durante su estadía en la ciudad. Fue así como empezó a concurrir al Palito de Caucho en el Centro Histórico para recoger a los pasajeros. Ahí conoció a Maruja, una vendedora de cigarrillos a quien le dejaba casi todas sus ganancias. "Como en mi época fumar no era malo, me gastaba todos los pesos en puro cigarrillo”, asegura Tulio. 

Ubicada en la esquina del hoy Banco de Bogotá con su mesa y dos taburetes, Maruja se ganaba la vida vendiendo cigarrillos. Sin afanes, Tulio llegaba cuantas veces podía para disfrutar el placer codicioso que produce la mezcla de nicotina con el alquitrán. A las cuatro de la tarde siempre se encontraba con una niña escribiendo o leyendo. El bolso a su lado y la mesa atiborrada de productos, eran su único regazo. Aquella pequeña era la hija de Maruja, quien tenía que soportar las largas jornadas de trabajo de su madre en la incipiente ciudad turística. 

Su estadía no duró mucho. Don Paredes lo llamó de regreso a Zambrano y Maruja quedó en su puesto vendiendo cigarrillos baratos.  Mi abuelo nunca olvidó a aquella señora y a su hija. Para él, eran heroínas en una sociedad que rechazaba a la mujer por el simple hecho de ser madre soltera.

Tiempo después, durante su segundo éxodo, ya con 33 años, cuatro hijos, mujer y el título de mecánico, regresó a un Centro Histórico que había cambiado considerablemente. Encontró al mono, habitante de la calle, en un ir y venir constante y lineal. El puesto de Maruja había desaparecido. 

A Tulio le contaron que la hija terminó el colegio, siguió estudiando, se casó y se fue a vivir a Suiza, claramente, se llevó a la mujer que siempre estuvo a su lado. 

- ¡Maruja es una berraca! A punta de cigarrillos educó a su hija. – sentenció el hombre que ha visto a sus generaciones creer en la educación, tan ferozmente como él.

Evocar la memoria: así se aferra el Caribe para combatir su propia desaparición. Foto por: Iván de la Rosa

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