Una narración de ficción basada en hechos reales

Al norte de Colombia, hay un municipio a orillas del imponente Río Magdalena, ubicado en la baja montaña montemariana y arropado por la historia de la tribu Malibú.

Es Zambrano, Bolívar, donde la incipiente radio apenas comenzaba a tener eco y las noticias llegaban añejas en los periódicos nacionales. Allí vivía el viejo Donaldo, un hombre de hazañas inimaginables, que, con tan solo 21 años, cargaba el insoportable peso de la edad en la sangre.

Donaldo, el viejo. Foto por: Andrea Caro

El apodo se lo ganó en su primera parranda porque bebía a la par de los veteranos del pueblo. Era esbelto y de músculos gruesos; mecánico de puertos, esposo y padre de una bebé. Siempre lo veían verseando como los grandes juglares. Su manera de fluir, podía compararse con la desembocadura de un río.

Cada día por diferente que fuera, comenzaba igual para Donaldo. Salía de su casa a las cuatro de la madrugada rumbo al puerto, dejando atrás a su mujer Dorilce, la plateña que había robado su corazón, y al fruto de aquella unión, la niña Edi.

En el restaurante de doña Pérez, por regla, tenía lugar la primera parada de ese trayecto intrínseco de su memoria. Allí desayunaba con una taza de café y otra de Ron Popular, “para calentarse”, como solía decir.

Donaldo Hernández era conocido y querido por todo el pueblo. Desde niño su trabajo como el recuperador de motores ‘echados a perder’, le había provisto de buena fama a lo largo y ancho del Río Magdalena.  

Sentado en la mesa, comiendo yuca bañada en suero plateño y humeantes huevos pericos, veía a Don Lucho Vaca devorar las letras del periódico El Espectador. En ese momento no aguantó y le regaló, una vez más, el verso que le compuso hace 4 días.

//Nunca he visto vaca macho,

Con pelo en la nariz,

Tan solo he visto a don Luis

Qué es Vaca y no tiene cacho//

Con sorna, Luis recibía el verso que Donaldo, incansable, recitaba cada vez que pasaba una nueva página del periódico.

– ¡Nojoda, viejo Dona! Un día de estos te voy a contestar – replicó Lucho, levantándose del banco y doblando el periódico a la mitad. – ¡Te responderé, tarde o temprano lo haré!

Él sabe que Luis se va a ingeniar una buena prosa, pero tiene que esperar así, disfrutando de las amistades del pueblo. “Aquí te esperaré. Ya quiero escuchar”,  respondió con risa serena.

Doña Pérez le había brindado su primer trago del día.  El reloj marcaba las ocho de la mañana. Era hora de camellar. Donaldo divisó la bicicleta que venía rodando a lo lejos, era el hijo de Mayito, la dueña de la tienda.

Pollo, tráeme una botellita para calentarme. 

Con un ademán de veterano le entregaba unos pesos al niño que, al cabo de unos minutos llegaba con una botella de la Fábrica de Bolívar.

Tras el primer trago se levantó de la mesa y corrió a la lancha que había estado arreglando desde hace varios días. “Este motor está viejo y ahogado”, decía con frustración mientras abría su segunda botella. Apenas eran las 10 de la mañana.

Las gotas frías de sudor empiezan a rodar por su frente. El calor es sofocante. Sus ojos de párpados caídos se cerraban constantemente por el ardiente y seco viento que paseaba por el lugar. Cansado de transpirar, Hernandez buscaba un pañuelo entre sus bolsillos, pero solo encuentra la plata que su señora está esperando desde el pasado lunes.

Jose, a quien Donaldo gritaba llamando su atención, dejó la escuela para ayudar a su madre en la tienda ‘Donde Mayito’. Tras la muerte de su padre, el dinero escaseaba para suplir sus necesidades básicas. Él andaba por el puerto haciendo los mandados en su bicicleta para ganarse algún peso.

– Jose, ven acá pelao. Llévale a Dori.

Era Dona entregándole el dinero envuelto en un trapo sucio de grasa. “Cuidado con algo raro. Ella es bien jodida con la plata y sabe exactamente cuando le tienes que entregar” advertía recordando a su mujer y proseguía. “¡Abre el ojo pelao! Te arreglaré la bici como pago, tráela para ver si me da tiempo después del almuerzo, si no queda para mañana”.

– Gracias Viejo Dona, respondía quien, descalzo, pegaba un pique a la casa de los Hernández.

En la lancha, pasó el resto de su impasible día deborando una botella tras otra, alimentando sus entrañas con rones baratos. 

Las tablas del muelle advertían la llegada de alguien. El mecánico entrecerró los ojos para ver bien. Era su amigo Juancho Polo tarareando un vallenato de Francisco El Hombre.

– ¡Eche, viejo Dona! Mejor jubílate, que ese toro ya te ganó – comentaba el hombre de barbas largas recostado al poste de luz.

Frustrado por los escasos resultados de su trabajo, se empinó la botella hasta beber la última gota y aventarla con todas sus fuerzas hacia las turbias aguas del río. Instintivamente, Juancho se agachó con la agilidad que presta la juventud.

– ¿Qué, te crees muy macho? – vociferó recuperando la postura.

Con la luna y las estrellas de testigo, sin almas que merodearan el lugar, Juancho Polo agarró una botella de cerveza, la estrelló contra el poste de luz, el único reflector de aquella escena.

Pico de botella, su arma forjada. Caminó decidido a asustar a su amigo de la infancia. El joven mecánico, alertado por la amenaza, caminó, sin saberlo, hacia la punta del muelle. Lejos de razonar y embriagado de Chirrinche, se tiró al agua.

Juancho aventó la botella mientras corría hacia el filo del muelle, ahí, con sus manos en la frente, vio a Donaldo Hernández, acostado en la oscuridad del agua con los ojos cerrados.

– ¿Ahora qué le digo a Dorilce? – pensó mientras corría al pueblo, tropezando con las notas del acordeón que Chiche sacaba en la esquina del puerto.

– El viejo Dona se tiró al río. No hay luz que pueda encontrarlo a esta hora. Sollozaba sintiendo la culpa de la tragedia que presenció – ¡Ay Dios mío! permite que algún navegante encuentre su cuerpo al salir el sol.

El viejo Dona cayó inconsciente en un balso. El agua trataba, en un vaivén rítmico, de ocupar el espacio del gran hombre que viajaba como las eternas tarullas propias del río, pacientes y tranquilas.

El frío reflejo lo despertó de golpe, y con un movimiento brusco sus pies se resbalaron del balso. Afortunadamente, sus habilidades de navegante le permitieron recuperar la postura. En esos segundos fue consciente de estar en las fauces del impetuoso río Magdalena.

En aquella noche de prestidigitadores, Dona solo cantaba. 

// Hay una Tacamochera que me dice adiós cuando paso en la lancha, acuérdate que ni Dios quiera, que no hay un marino que lleve en su ancla //

– ¡Ay, Magdalena! Llévate el eco de mis cantares, a la luz de la luna mis hazañas perdurarán en tu memoria. Susurró al río con melancolía.

A su derecha ya se veía la opaca luz de la garita de la Andian.

– Plato, tierra de mi Dori. En ti reposará mi cuerpo que necesita fuerzas para seguir este largo camino.

Al puerto Jabonal, llegó empapado de agua. Recostado sobre la tierra, escuchó los silbidos del guardia, su compadre Orozco, padrino de grandes parrandas.

– ¡Tu cada día estás más loco! Aseguró Orozco apoyando el garrote en la roca donde reposaba la cabeza de su amigo – ¿Cómo se te ocurre nadar a estas horas por el río? Por poco y asustaste a los lisos con esas piernas. Asustadas porque el hombre caimán iba por ellas.

– De sur a norte, como las mujeres que nacen en sus tierras, fuertes y con el temperamento del océano, así es mi bello río, que, hasta aquí, al Magdalena, me trajo su caudal a encontrarme con la luz que vio a mi amada nacer. Buscando el camino para retornar a ella.  

– Eche Dona, ahora te las tiras de poeta ¿acaso estás borracho?

– ¡Qué voy a estar borracho nojoda! Con toda esa agua que tragué el alcohol ya debió salir hace rato de mi cuerpo. Más bien ¿No tendrás una botellita para calentarme?

– Tú no cambias. Con la cabeza le indicó que lo siguiera colina arriba – Tengo una botella de Ron Caña en el puesto. Tú sabes que la brisa de la madrugada noquea a cualquiera.

Dona no había pisado la garita, cuando Orozco le extendió la botella sin querellas ni oposiciones. Se la tomó de un buche.

– Buen viento y buena mar, amigo mío. Que el tiempo pase tan rápido que en casa no falte más tu presencia.


Diccionario colombo-costeño

Ron Popular: ron de la época.

Nojoda: expresión del Caribe colombiano usada en diferentes escenarios y puede expresar enojo, fastidio, pesado, o “no me molestes”. También se puede usar en tono de admiración para reconocer algo exagerado.

Camellar: trabajar.

Pollo: forma de llamar la atención de un amigo o conocido al que no le recuerdas el nombre.

Mandados: sinónimo de diligencia, recado.

Jodida: tiene varios significados en la costa Caribe colombiana. Puede representar a una persona que no tiene dinero o que la está pasando mal; también representa a las personas que se enojan con facilidad o que tienen una actitud fuerte.

Pique: carrera a toda velocidad

Eche: expresión que resume “sorpresa”, “lamento”, “enojo”, “indignación” o “incomodidad”.

Chirrinche: aguardiente, ron, o licor elaborado de manera artesanal y considerado en algunos casos, ilegal.

Balso: madera del balso, árbol que crece en la selva subtropical de Colombia.

Buche: tomar de un trago sin respirar

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