La Candelaria: del barro al Edén

El éxodo es un viaje hacia la profundidad de la memoria personal y colectiva; un viaje por habitar la vida. Es un fenómeno ligado a la revolución que se produce por la situación, voluntaria o forzada, de las búsquedas de nuevos horizontes; de encontrar desesperadamente tierras extrañas que se hagan propias, identitarias y culturales. Nacimos de la tierra anegada con la fuerza con la que nace la semilla del barro convertida en horizonte. Hoy, nuestro paraíso es el territorio que ha nacido desde y con nosotros.

Explorar las montañas que trascendían los límites geográficos se convirtió para los turbaqueros (oriundos de Turbaco, Bolívar) en la búsqueda de otras formas de vida. No había límite que, al paso de sus burros, mulos y caballos, no pudieran superar. Para el año 1938, jalonados por una travesía de entre tres y cuatro horas de camino, pobladores de Turbaco, llegan a la “Playa” para comercializar sus productos agrícolas, haciéndole frente a la distancia, al agua y a la nostalgia del regreso. Yuca, ñame, plátano, batata, frijol, casabe, mangos, maíz, huevos, aves de corral y pan, entre otros alimentos de su pan coger, traídos a lomo de mulo, sostenían sus esperanzas y caminar.

Para no devolverse con el pan coger que no había salido en la jornada, los viajeros se turnaban: unos, para cuidar lo que no se había podido vender en el día, y otros, los que regresaban al pueblo, lo hacían con el sueño de una nueva carga, llevando en sus alforjas (sacos) el “kei” (gordito de vaca), con el que se completaba el desayuno o la comida. Para los que aguardaban nueva mercancía, la intemperie que acompañaba sus días y noches, abría paso a la construcción de chozas de mangle y palma de coco. El refugio era tan vital como lo que transportaban sobre sus animales y porvenir.

De esta manera, tan natural como rudimentaria, estos comerciantes y transeúntes, alumbraban desde las entrañas del agua, el barro y el pantano, un asentamiento que, como aquellos instantes que paralizan el tiempo, será bautizado con el nombre de “La Candelaria”, en honor a la Virgen de las Candelas, como la llamaban nuestros ancestros en épocas de la colonia y la resistencia; y en honor a la Ciénaga que guarda en su memoria profunda y mantiene a flote gran parte de esta historia. 

Con la fuerza con la que nace la semilla del barro convertida en árbol, así este barrio brotó de la tierra anegada. Lejos de combatir a la naturaleza, significó para los pobladores hacer simbiosis con ella. Los meses de octubre, noviembre y diciembre, ubicaban en el tiempo la fortuna o infortunio con el clima. Cuando la marea bajaba, los pobladores que se habían ido asentando, aprovechaban para coger y hacer sus lotes; otros, para dar extensión a su espacio y presente. La avalancha de peces – barbudo, gambí (sábalo pequeño), camarones y jaibas – enriquecían el paladar y los hábitos culinarios de este otro rinconcito del litoral caribe.

Asentamiento anfibio

Los primeros en asentarse fueron los turbaqueros. En medio de su establecimiento anfibio en “La Playa”– como se le conocía en sus orígenes a La Candelaria, sumergida en el agua; o en la “Faja”, cuando el verano arreciaba –, van ocupando paulatinamente un espacio en esta porción de tierra dispuesta a allanar caminos. La mezcla mágica de la naturaleza y la creatividad humana: lodo, barro, tiempo y clima entrelazados con el ingenio y la resistencia de la gente, se solidificaban con costras de sal, dando forma al “torrón”, cual barro milagroso que dignificó el espacio y fortaleció las chozas. De la mano del “torrón”, como símbolo cultural, la balanza o el peso, elaborado manualmente con madera e hilo “curricán” (crochel), servía para pesar y también para equilibrar la vida en ciernes. 

Los segundos habitantes que llegaron a la “Faja” fueron los chocoanos. Sumergirnos en el caudal memorioso del Atrato puede evocar la historia en la que África puso su tienda en este territorio. La travesía de navegar por el Atrato con rumbo al atlántico, materializa el horizonte y la bitácora cargada de comercio, la búsqueda de vivienda y la convicción de hacer la vida por estas latitudes. Los chocoanos traían coco, banano, plátano y vasta madera, borojó. Una estela de linaje y descendencia nacen del tronco de los Córdoba, los Palacio, los Mosquera y los Tovar. 

Los rocheros son los siguientes habitantes en llegar al territorio. La intención de su asentamiento atravesada el mejoramiento de su calidad de vida, la vinculación laboral, comprar lotes o viviendas económicas y el desarrollo académico. Los Iriarte, los Llerena, los Rocha, los Zabaleta, los Acevedo, los Pérez, los Rocha, los Mallarino, pueblan de linaje y descendencia las calles de La Candelaria. Transcurría un lustro de los años 40. 

Los palenqueros fueron los siguientes en emigrar a la ciudad, específicamente a La Candelaria. Reconocido por muchos pobladores, el señor Toribio Bolívar Valdés fue la primera persona que llegó al callejón Bolívar, actualmente conocido como la calle de los palenqueros. Su llegada se da aproximadamente a principios de los años 50 y se asentaron en el sector conocido como La Candelaria Madre. Son gente muy respetada, con una cultura mundialmente reconocida. Palenque, el primer pueblo “en libertad” de la América lastrada por la colonia. 

Entrado los 60, en el barrio el transporte vehicular era muy difícil. La movilización era en burro y en mulo. Emergen del barro y del tiempo, las calles destapadas. La primera, se llamó Laurina Emiliani, en honor a la esposa del alcalde de ese entonces, Vicente Martínez Martelo(1951-1953; 1960-1961). La segunda calle que se creó llevó por nombre Rafael Urdaneta Arbeláez, el último presidente de la Gran Colombia. La tercera calle que se construyó fue la 10 de mayo. La cuarta calle, Wilfrido Castro, en honor a un boxeador nacido en el barrio. La siguiente calle, el callejón Carrillo, en memoria al señor Manuel Carrillo. El señor Darío Valdés ayuda a delimitar y a construir el callejón Bolívar, llamada la “calle de los palenqueros”. Estas calles expanden el futuro y las venas geográficas del territorio. En la actualidad, el barrio está compuesto por cuatro sectores: La Candelaria Madre, Altos de La Candelaria, Candelaria Central y Candelaria Omaira Sánchez Garzón.

Con el desplazamiento en Colombia por los grupos al margen y dentro de la ley, incrementa la migración de nuevos chocoanos, pero también pobladores de La Balcé, María La Baja, San Jacinto, del Carmen de Bolívar, sanjuaneros, incluso, gente del interior del país. La violencia histórica empuja a los habitantes de sus propios territorios a emigrar a zonas más seguras, dejando gran parte de su vida ancestral, mítica y natural. El desplazamiento supuso el desarraigo de sus territorios, de sus fincas – quien las tenía –, de sus animales,  –quien los poseía–. Escapar de la violencia, cargar en sus cuerpos la indiferencia, complicidad y silencio del Estado amangualado con la injusticia, la barbarie y muerte cruenta, fortalecieron y fortalecen los procesos de asentamiento. 

Ciénaga y bocana

Contemplar la danza de miles de chorlitos dibujando con su canto armónico la lucha por la vida en colectivo, era un éxtasis del atardecer en verano. Mirar volar a los goleros, como creyéndose los emperadores del firmamento, apreciar el nadar de la fauna marina, y pescar el sustento, nos hacía privilegiados. Hace mucho que ya no se come garza blanca o morena; junto con el pisingo (una especie de pato en manada), el pato buzo (cormorán) y el cangrejo flauta (morado y pequeño), forman parte de esa memoria culinaria que nos alimenta como cultura. Y, por si fuera poco, poseemos la única especie de ave con nombre y apellido, la Mariamulata.

Pescar no es posible sin oxígeno. Coexistir no es posible sin ese vital elemento. La Candelaria, vive en relación con ese vital humedal del caribe que es la Ciénaga de la Virgen. En el año 1999, con la gestión del Ministerio de transporte de Colombia y el aporte del gobierno holandés, inicia el proyecto de la construcción de la Bocana. La Bocana es la irrigación de ecosistemas. Nace como un tejido en el que se une la vida social, ambiental y ecológica de la Ciénaga de la Virgen. 

El cuerpo de la Ciénaga –violentado por el alcantarillado público de la ciudad y los químicos que se vierten en las zonas rurales–, se contonea al son del ritmo y la cotidianidad de los barrios que se reflejan en sus aguas. Las voces colectivas de Yuca Pelá (Semillero ambiental de Investigación de la ciudad), expresa bellamente lo crucial de la ciénaga y la bocana: “Simulando una danza entre el Mar Caribe y la Ciénaga de la Virgen, así funciona 'La Bocana Estabilizadora de Mareas': el mar da seis pasos para adentro pero cuando ya ha llegado el momento de la Ciénaga, ella da cuatro pasos para afuera. Puede verse como un baile más pero no, en este baile las aguas que van y vienen danzan por la vida, la de la Ciénaga, la Virgen”.

La Candelaria se acrisola con el fuego y la mar bravía de sus pobladores y entornos. Ella vive, resiste y se hace resiliente. Sobrevive pese a las condiciones históricas de discriminación, estigma y la mengua gubernamental. En su territorio «son más los buenos»; los que son capaces de abrir caminos de rescate de la dignidad, cultura e identidad. 

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