Viaje por el mar Caribe

Tres de enero de mil novecientos ochenta y ocho. Eran las cinco de la tarde cuando el sol caía en mi pueblito natal Vigía de Curvaradó, Chocó. En ese entonces me preparaba para un viaje a la ciudad de Cartagena. Yo, una niña de tan solo ocho años, con mi vestido beige de lazo amarrado atrás, con boleros en la falda y encaje, peinada con dos trenzas y sandalias, muerta de miedo y mucha tristeza por separarme de mis padres y hermanos, emprendía a un viaje quizás sin retorno. 

Acompañada por mi tía Hortensia Tovar, una joven de veinte años con su peinado de totumita, vestido a media pierna de líneas horizontales moradas y blancas, abierto adelante, cerrado con botones blancos, y sandalias. Esperábamos un barco grande de madera que llevaba por nombre “Pisicis”, que llegaba a eso de las seis de la tarde al pueblo. 

En cuanto arrimó el barco al puerto fuimos con mis padres a comprar los dos pasajes, los cuales nos vendieron enseguida por valor de veinte mil pesos cada uno. El barco salía a las ocho de la noche, esperamos dos horas mientras lo cargaban de madera, una vez terminaron nos despedimos de la familia y empezó mi recorrido lleno de llanto. 

Nos quedamos con mi tía en la baranda del barco mientras este se alejaba lentamente. Cuando ya en una curva se perdió el pueblo, nos ubicamos en un rincón. El barco estaba lleno de madera. Congeladores llenos de pescado fresco, toneladas de pescado salado, gallinas, bultos con arroz, en un rincón; en otro lado, un montón de plátanos, coco, maíz, otros pasajeros y la tripulación. Llegamos a las nueve de la noche a un pueblito llamado Curvaradó – actualmente Carmen de Darién –. Allí cargaron más madera. Los comerciantes llegaban a hablar con el encargado para hacer sus encomiendas, como decían ellos: compra de mercancía que luego vendían en Cartagena, cuando esta llegaba a su destino. 

Una vez terminaron de cargar la madera, continuó el viaje por el río Atrato. Llegamos al municipio de Riosucio, Chocó a las doce de la noche. Llegaron algunos comerciantes a hacer sus encargos. Dos nuevos pasajeros subieron. 

En este municipio amanecimos porque era el puerto principal. Cuando ya disminuyó el entra y sale de la tripulación y los comerciantes, tendimos una cobija en la cubierta donde ya dormían otros pasajeros y nos acostamos un rato. Otros dormían en hamacas. A las cinco de la mañana nos levantamos cuando ya prendieron los motores para continuar nuestro recorrido. Nos bañamos. Nos organizamos. A las ocho de la mañana nos sirvieron el desayuno. llegamos a un pueblito llamado Bocas de Salaquí donde se quedó uno de los pasajeros. Siguió el recorrido a un pueblo llamado La Honda. Se repetía la misma rutina: recoger madera, hacer encomiendas, y palante. A las doce, almuerzo. 

Y así siguieron otros pueblos: Puente América, Tumaradó, Palo Blanco. La cena llegó al atardecer, a las cinco. Las comidas, deliciosas. Ese día, sentí el viaje productivo. Vi muchos paisajes hermosos y conocí todos esos pueblos que siguieron después de Riosucio. 

Llegamos a Bocas del Atrato. La mayoría cogió una lancha rápida para cruzar a Turbo, Antioquia. Cuando eran las nueve de la noche nos acostamos a dormir. A las doce, nos fuimos de Bocas y nos anclamos en el Canal, la desembocadura donde se une el mar con el río. Una de nuestras maravillas colombianas. 

Allí tocó esperar a que hubiera buen tiempo para continuar nuestro recorrido, ahora por el mar Caribe. Esa noche contamos con suerte porque hizo buen tiempo y pudimos seguir nuestro recorrido a las cuatro de la mañana, porque hay muchas embarcaciones que les toca quedarse días allí ancladas hasta que baja la marea, hasta que haya buen tiempo. A las cinco y treinta de la mañana nos paramos. Organizamos nuestras cosas. Nos bañamos.

Empecé a contemplar el paisaje. Era algo raro, pero hermoso y tenebroso. Solo se veía cielo y mar. Pasó un día y su noche, al día siguiente fue el mismo panorama. Ya está uno con el estómago revuelto. Algunos mareados. Otros vomitando. Y con una sensación de miedo pensando en qué momento se hunde este barco. Porque ese aparato se mueve para todos lados tanto que pega con el mar. La punta delantera se alza como si fuera a voltearse. Es una sensación horrible tanto que no provoca ni comer. Claro que la tripulación ya está acostumbrada a todo eso. Para ellos ya es normal y trataban de entretener a uno con chistes y cuentos. Así pasó otro día. 

Aunque ya la noche se asomaba, ya uno quería estar es como acostado y de vez en cuando se echaba su sueñito. Pero ese va y viene, el sube y baja de ese aparato no deja dormir bien. Ya uno jala las horas para llegar más rápido; y así hasta llegar a la bahía, cuando ya se calma todo y cambia el panorama, volviendo todo a la normalidad. 

Por fin logro dormirme profundamente cuando escucho una voz, mi tía llamándome que ya llegamos. Son las cuatro de la mañana y empiezo a contemplar el paisaje muy hermoso. Se divisa la ciudad llena de luces, algo único hasta ese momento. Llegamos al puerto llamado el Muelle de los Pegasos. 

Agarramos nuestras pertenencias, cogimos un taxi que nos llevó al barrio La Candelaria, donde todavía vivo.

Anterior
Anterior

Mi terruño

Siguiente
Siguiente

La Candelaria: del barro al Edén